Hoy en día, si me lo preguntan, diría que vivo en una zona céntrica de la ciudad, de ahí que me resulta fácil acceder a avenidas principales, a estaciones del metro y demás, pero hace 30 años vivía en en la periferia. Recuerdo las historias que contaban mis abuelos de cómo la colonia estaba rodeada por ríos. Cuando tenía unos 10 años, en la calle donde vivo, había un establo; muchas de las casas eran de una planta y sin aplanados en las fachadas, pocas estaban pintadas. Muchas veces me fuí a escondidas al establo a ver películas en el cuarto del “Pata” junto con todos los demás, sentados en el suelo y jalando del pelo al de adelante.
Al final del día, las calles siempre estaban permeadas del aroma y del sentimiento de la época del año. Durante los Sábados de Gloria había pedazos de globos regados por toda la calle, cubetas olvidadas en las puertas de las casas y marcas de humedad por todo el pavimiento.
En los periodos vacacionales siempre había pelotas ponchadas, vidrios rotos, piedras que simulaban las porterías, botes de aceite para carro rellenos con arena para jugar “bote pateado”, diagramas trazados con gis en el suelo para jugar “estop”, “avión” o “metita”.
Fin de año: y los adornos que colgaban de un lado a otro a lo ancho de la calle. La Maru y María pidiendo la cooperación para comprar el material de las posadas y las piñatas. Día de Reyes. Ya desde las 7 de la mañana todos estábamos afuera con cajas a medio abrir, carros de plástico, pelotas o con el juguete que le habían traído al hermano mayor un año atrás.
Todos los fines de semana: los partidos de futbol en los campos; las laterales siempre con la gente atiborrada pegando de gritos, dando indicaciones y mentando la madre al árbitro; esquemas tácticos dibujados sobre la tierra, vestidores improvisados que tan sólo requerían abrir la puerta de un carro cualquiera, las cahuamas y el toque de mota ocasional, aquél que se estaba chingando un flan, sin faltar los que celebraban haber ganado el torneo con unos tacos de chicharrón, acompañados de aguacate y chiles en vinagre.
Las noches de fin de semana había Charanga allá por el mercado, cerca de los baños; no faltaba que picaran a uno, que balearan a otro o que se liaran a golpes entre varios. La calle cerrada de lado a lado y sólo se escapaba por las orillas el estruendo acompañado del reflejo de las luces y el efecto de humo que lograban con el hielo seco. Mientras a la entrada, esperando turno para ingresar, mujeres en zapatillas y minifaldas, con pelo rubio y copetes; los hombres, con pantalón de pinzas, camisa de seda, zapatos de charol negro y pelo envaselinado.
Los sábados por la tarde, las campanadas de la iglesia anunciando una nueva boda. La bulla de los domingos a medio día dentro y fuera del mercado: “¡COJALE, COJALE, COJALE¡”… Pollo, pescado, carne de res, de puerco, frutas, verduras, las hierbas, las semillas, el jamón y el pan blanco para el sandwich de mañana.
Así transcurrieron mis días de la infancia a la adolecencia. Pasé de jugar a los encantados y canicas, al futbol y peleas ocasionales. La colonia delimitada por cuatro avenidas principales en ese momento específico lo era todo: familia, amigos, escuela, mercado, bicicletas, futbol, niñas; todo aquello que comprendía y lo que no.
Una mañana, al salir a la escuela, en la acera de enfrente había una persona tirada en la banqueta. No era novedad en un lunes por la mañana, que a un teporocho lo sorprendiera la noche en cualquier lugar, sin embargo, esa tarde me enteré que lo que había visto era el cuerpo de un hombre en sus treintas que yacía muerto a causa de una puñalada.
Un domingo, rumbo al deportivo, vimos cómo los hombres rana, sumergidos en una mescolanza fétida, enganchaban un cuerpo para sacarlo de las aguas negras, ayudados por una grúa.
Muchos de los residentes de la colonia han sido también residentes temporales (o permanentes) de alguno de los reclusorios de la ciudad, son el tipo de cosas que se saben pero que no se gritan a los cuatro vientos. Se sabe quién vende, quién compra, quién consigue y qué consigue.
La droga, las armas y la violencia, como conceptos, nunca los racionalizamos. Siempre estuvieron ahí, nunca fueron dominantes en nuestro mundo y tampoco les dí más importancia que al carro de camotes o a los tacos de a la vuelta; éramos niños y para nosotros: drogas-armas-violencia eran parte del entorno en el cual nos desarrollábamos; nos daban cosas de qué platicar en las tardes de lluvia, parados todos debajo de una marquesina. Eramos parte de un conjunto y aún ignorándolo, estábamos relacionados estrechamente.
ANGEL CAPITULO l Los Pies Sobre la Tierra |
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