Llegar a un lugar desconocido y con dinámicas diferentes a las que se está acostumbrado, no permite un margen amplio para los errores y todas las decisiones que se tomen deben de ser pensadas en un espacio de tiempo menor al usual. Sin muchas opciones, se reflexiona acerca de las oportunidades que se presentan, aun sabiendo que en otras circunstancias, ciertas situaciones jamás serían consideradas.
El primer trabajo que tuve fue haciendo el aseo en una oficina. Por las noches me dedicaba a: aspirar, limpiar vidrios, vaciar botes de basura, cambiar los garrafones de agua, limpiar los escritorios y el refrigerador. El siguiente trabajo lo comencé un lunes al medio día, bajo un sol que caía a plomo y calentaba la superficie del contenedor en el que me hallaba acomodando alimentos enlatados, moviendo bultos de hojuelas de papa, llevando comida hacia las distintas cocinas que había en el hotel. Usualmente la jornada de trabajo era de veinte horas, algunas veces dentro de los refrigeradores, otras en la cocina o el almacén. Tratando de descifrar los diferentes tipos de inglés que se hablan, conviviendo con colombianos, brasileños, chinos, panameños, guatemaltecos, mexicanos, franceses, polacos, rusos y jamaicanos. Para cuando este trabajo terminó, regresé a la oficina a limpiar de noche y durante el día, a trabajar en el archivo acomodando papeles que no entendía; todo lo quemado de mi piel por el tiempo que trabajé en el hotel, expuesto a los rayos del sol, se volvió palidez pasado un mes de encierro en mi cubículo.
Esta etapa en mi vida la pasé instalado en una rutina: de la casa al trabajo, del trabajo a la casa. De lunes a viernes, alrededor de las ocho de la mañana, compartía las avenidas con camionetas que transportaban equipo de jardinería y jardineros. Todos ellos vestidos con pantalones y camisas de lona color kaki, botas de trabajo y gorra para cubrirse de los rayos del sol. Todos los días, removiendo el exceso de hierba y pasto quemado, dando forma a los arbustos y dos veces por año cambiando el pasto, esta escena se repetía a lo largo y ancho de la ciudad en todas sus avenidas, en las entradas de los hoteles o en los jardines de las plazas comerciales.
Una de mis prioridades fue mantenerme alejado de cualquier situación que pudiera transformarse en conflicto; hice todo lo que debía hacer: pagar los servicios del departamento, gasolina para el carro, comida para la semana. Compré una cama, una mesa y hasta una televisión, aunque no fuera necesaria. Con un trabajo igual a éste o similar en México, jamás hubiera tenido esa posibilidad.
Cuando salí del shock que me dejó el primer par de meses, tuve tiempo para meditar las cosas. Comencé a darme cuenta de lo accesible que era todo, de cómo, aun haciendo todos estos gastos, tenía la capacidad para guardar dinero. El tener un trabajo estable me daba acceso a cosas materiales, que en muchas ocasiones, llenaban los espacios vacíos del departamento de manera permanente y los vacíos emocionales, de manera temporal. Padecía de lo mismo en mi lugar de origen, donde tampoco tuve la posibilidad de cubrir ningún espacio. Nunca pude evitar sentirme culpable al comprar algo para mi uso personal, mucho menos por gusto. Cada vez que lo hice, en mi mente fabricaba una justificación que me permitiera no sólo pagar por aquel artículo, sino su uso posterior; simplemente no estaba acostumbrado. Hasta ese momento había vivido, o sobrevivido, con “lo esencial”, todo lo que no entraba en esa categoría era un lujo (sigue siéndolo) y es fácil voltearle la espalda a lo que no es necesario.
Al mismo tiempo, comencé a poner atención en el trazado de las calles, en los carriles amplios, los semáforos sincronizados, las señales de: alto, velocidades mínimas y máximas, no pasar, no tirar basura, cruce de peatones, preferencia para discapacitados; miraba hasta los señalamientos que estaban en los centros comerciales donde todo estaba prohibido, excepto comprar. Árboles y palmeras que se erguían a lo largo de las avenidas, sistemas de riego activados de manera automática al menos dos veces al día, las noches de cielo despejado y el fulgor de las estrellas, la silueta de las montañas dibujada sobre la penumbra… y cuando había luna llena el alumbrado público salía sobrando, todo funcionando en perfecta armonía.
Los baches, la aridez del paisaje y el abandono en general al que estaba acostumbrado, contrastaban con la homogeneidad del paisaje urbano en la mayoría de las ciudades del Valle de Coachella. A diferencia de la Ciudad de México, la miseria y la marginación me parecían inexistentes, lo más equiparable a esos conceptos eran los "homeless” viviendo debajo de los puentes y empujando su carro de metal, parados en un crucero sosteniendo un letrero escrito a mano “necesito dinero para comprar comida”, enfundados en sus ropas sucias y rasgadas, o los junkies mirando a todos lados, caminando rumbo a la conecta llenos de paranoia, haciendo sexo oral por un poco de droga a plena luz del día, en algún callejón.
Cualquier situación que me resultara familiar era también un pretexto para pensar en lo que se había quedado atrás, en los rostros, las situaciones, los lugares. Constantemente caí en la trampa y busqué lugares que me remontaran a todo lo anterior. Varias veces me bebí un par de cervezas sumergido en la bañera a modo de relajación; muchas otras bebí para adormecer el sentimiento, para no pensar en las razones por las cuales me había largado (siempre estuvo presente aquella herida causada por la amargura y la frustración que me produjo dejarlo todo, forzado por las circunstancias y no por convicción). Una vez instalado en esa dinámica, el sentimiento era común sin importar el lugar; ya sea caminando en los pasillos del “Food 4 Less”, manejando en esa parte del “freeway” que me recordaba el camino de la Ciudad de México a Puebla, la basura acumulada en algunas coladeras, el “Don” que vendía tunas en un crucero, mi mano escarbando en la bolsa de mi pantalón sacando tan sólo unas coras y unos penis, juntando apenas lo suficiente para hacer una llamada de teléfono, en un intento desesperado de aliviarlo todo con una voz familiar.
En México estaba acostumbrado a ver a gente con un sin fin de rasgos, nunca tuve la necesidad de cuestionar mi procedencia o la de los demás. En mi mente siempre estuvimos definidos como mexicanos; algunos del norte del país, otros del centro, otros del sur, este y oeste. Ahora en este lugar imperaba la necesidad de definirse a sí mismo y así dejar en claro la pertenencia a cierto grupo, ya que todas las asociaciones sociales que se establecen tienen como fundamento dicho orden. Aunque no es común ver algo contrario, cuando sucede, se hace todo lo posible por mantener la individualidad. Esta es la razón por la cual se recurre a la búsqueda de lo familiar, la necesidad de vivir de acuerdo a los valores, la ética y las costumbres propias de cada persona que se desplaza a otro lugar y que de a poco, permea y es permeada por su nuevo entorno. Hasta ese momento no había tenido la necesidad de especificar mis antecedentes étnicos.
Pasé tiempo pensando que mi rostro había perdido la capacidad de expresar emociones y sentimientos; me veía al espejo y mi rostro parecía inmutable. Una noche, sentado en un bar y envuelto en nostalgia, me descubrí humano una vez más; estaba ahí, sentado, respondiendo preguntas de respuestas obvias, cuando de pronto me inundó la emoción. La bronca y la rabia que venía arrastrando desde hacia años, la desahogué en ese momento con una persona totalmente ajena a mí. Durante la plática, mis ojos se nublaron, pero la única diferencia fue que logré contener las lágrimas que en ocasiones previas habían rodado por mis mejillas; lo que sea que intentaba dejar atrás, me perseguía y había cruzado el muro conmigo. ¡Si tan sólo hubiera resuelto de otra manera un sin fin de cosas!. A pesar de los pesares, del: “hubiera esto”, “hubiera lo otro”, el tiempo y la distancia hicieron su trabajo permitiéndome ver con mayor claridad, aunque no la suficiente.
Es raro y un tanto irónico que los lazos fraternales que establecí a lo largo de mi estancia fueron con gente con la que en apariencia no compartía intereses o características en común, sin embargo, este hecho en el bar, me dio la libertad de decir o hacer lo que pensaba en ese momento, sin temor a ser juzgado por todo lo que hubiera dicho o hecho con anterioridad.
Estreché algunas manos, otros me ofrecieron ayuda; hubo quienes me presentaron como su amigo y siempre me trataron de una manera “políticamente correcta”, incluso me miraron a los ojos al tiempo que decían: “from the bottom of my heart”, mientras que por la espalda me apuñalaban. En general, siempre me sentí como en una fiesta a la cual no fui invitado y aunque nunca nadie me cuestionó por estar ahí, de manera sutil, me dejaron sentir que no era mi lugar y que no era bienvenido. En aquella fiesta coincidí con gente distinta, en cosas con las que jamás quise coincidir; fui parte de lo que jamás quise ser, me convertí en quien alguna vez dije, que jamás sería. Trabajé haciendo planes para una circunstancia que tanto había cuestionado, de la cual en noches interminables me burlé sin cesar, al tiempo que la definía como una ilusión. En ese espacio en el tiempo, me tragué mis palabras, el orgullo, la rabia, el coraje, los ideales, los sueños, las ganas y mi convicción. En ese momento y por primera vez, viví el futuro.
ANGEL CAPITULO 3 Solo se trata de sobrevivir!!! |
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